En medio de la penumbra y los escombros tras el poderoso terremoto, este es el rostro de México, el que no se raja.
En Puebla…
Al médico cirujano Carlos Lugo lo sorprendió de camino al trabajo. Sintió que la tierra lo despertaba con toda la rudeza que guardaba en las entrañas y lo obligó dejar la ensoñación y vivir la pesadilla. “Se siente espantoso”, pensó.
Llegó al hospital en medio del caos. Las cirugías se habían cancelado y las enfermeras estaban en alerta, listas para las contingencias, en espera de la emergencia. Pero el furor estaba en las calles, no en los consultorios.
Los que sobrevivieron tenían rasguños, lesiones menores; en el registro médico había muy pocas heridas de gravedad. La verdad es que a los que les fue peor no vivieron para contarla. Los edificios más antiguos se desplomaron sobre ellos, devorándolos, sepultando sus miedos. Al caer la tarde, el conteo de muertos en Puebla ya superaba la veintena y según transcurrían las horas, la cifra iba aumentando a la par de la desolación. La jornada del regio apenas comenzaba.
A Jesús Orozco lo encontró en otra calle, muy cerca de su trabajo. La señal de su celular se fue, así como la electricidad. Estaba incomunicado e impotente frente a ese terremoto que volvía a sacudir una tierra que no terminaba de levantar los escombros de otro sismo fatal. A él la conmoción lo confundió más que la sacudida. Intentaba encontrar una explicación lógica, racional, al rostro de caos y devastación que se dibujaba por cada una de las rutas que tomaba intentando esquivar el tráfico. Se asustó, aunque intentó permanecer frío. Entendía el sismo, pero no podía ser indiferente al dolor. Al ingeniero se le acabaron los cálculos frente a los edificios derrumbados y los rostros desencajados… no había palabras, porque sabía que la muerte estaba rondando, aunque se salvó de verle de frente.
En la Ciudad de México…
Ernesto Tejeda esperaba en línea en una sucursal bancaria cuando sintió que las piernas le temblaban. No era su imaginación. Corrió a las escaleras para protegerse, dejando atrás todo, hasta sus documentos. Todos los años que tiene viviendo en la capital no lo prepararon para este momento, para el terremoto que reabriría la tierra y las heridas de una ciudad fundada en un lago caprichoso víctima de la urbanización. Como buen arquitecto sabía que la matemática estaba echa: no había planos que pudieran salvar a esa jungla de concreto de ese falla de la naturaleza. Y suspiró, cerró los ojos y sintió el temblor con todos sus miedos a flor de piel. Bastaron unos segundos para que se le escapara el color de cuerpo, ¡y qué decir de la temperatura!, el norteño se quedó frío en ese tiempo que le parecía más que eterno.
Daniela Infante también sudó frío cuando vio que las luces hicieron lo que parecía ser un espectáculo de horror: se prendían y apagaban, amenazando con hacer un corto circuito que podría calcinar a todos en cuestión de minutos. La alarma la ensordecía, pero no tenía a dónde ir, debía seguir el protocolo y no desalojar el edificio. Cualquier otro día hubiera disfrutado de su café viendo a través de los cristales de su oficina en el décimo piso, pero hoy los vidrios empezaron a vibrar hasta tronar. La Ciudad de México le había dado así oficialmente la bienvenida a la sinaloense.
Enrique Calderón aún no puede quitarse el llanto de sus alumnos de la cabeza. Estaba dando clases cuando todo se vino abajo. Un par de horas antes había participado en un simulacro, uno que servía para recordar ese poderoso sismo mortal que había arrancado la vida de cientos hace exactamente 32 años. Él no lo olvida y enseña para que nadie lo olvide, pero tampoco estaba preparado. “Todo es muy macabro”, pensó. Los vio llorar y no pudo evitar que el miedo les desfigurara la inocencia. Ahora no puede dejar de pensar en los más de 20 cuerpos de niños que han recuperado sin vida en otras escuelas y en las más de 150 personas que no llegarán a casa, sino al cementerio. Y qué impotencia asimilar que otros no tienen ni casa, se desbarató, se desmoronó, se la tragó la tierra con todo pertenencias y recuerdos. Y a él que todavía le quedaban de caminar unos seis kilómetros rumbo al centro, para ver si no se había quedado él también sin nada.
En los rezos…
A la mamá de Marisol P. la tragedia la recibió en el centro. Primero sintió la brutal embestida del sismo y luego otro temblor, pero este por el edificio que se derrumbó frente a sus ojos. Se quedó varada varias horas en medio de la miseria, los escombros y el miedo. Su teléfono tampoco funcionaba. ‘Las líneas han de estar saturadas’, pensó, pero no dejó de intentar. Con un poca de señal y mucha menos batería pudo comunicarse con su hija. ‘Estoy bien’, expresó y luego soltó el cuerpo.
En las calles…
Ya cayó el sol y Gerardo Escareño no encuentra qué comer. A él, el terremoto lo tomó desprevenido en un cuarto piso y vio como su edificio en Polanco se partió en pedazos. Siguió trabajando a pesar de las advertencias, los gritos y la angustia. No podía quedarse de brazos cerrados. Había miedo, mucho miedo. Ahora recorre las calles de lo que describe como un pueblo fantasma, una tierra de zombis, un lugar de terror. Y sigue sin encontrar cena. Todo es oscuro, como el dolor. Se vive un luto silencioso, ni las veladoras calientan o dan consuelo.
En el tiempo…
Las palabras no alcanzan para describir lo que se vivió el 19 de septiembre de 1985 en México. La ciudad quedó destrozada por un sismo que superó los 8 grados de magnitud. Murieron cientos, miles, demasiados, y hoy la historia se repitió, pero a la luz del sol. Habían pasado 32 años, mucho tiempo, pero no el suficiente. Ni siquiera el sismo de hace un par de semanas logró preparar el terreno o las voluntades.
Hoy se vive una noche tan fría como la de hace tres décadas, como aquel día, con menos muertos, pero las mismas lágrimas. Y en las noches, los sentimientos se intensifican a la par de los miedos. Nadie duerme. Ni el cansancio vence los recuerdos. Hoy será una noche larga, de más. Bendita ironía del tiempo y el espacio.
En la distancia…
Del otro lado de la frontera también escuchamos el estruendo de la tierra encaprichada con México, pero nos ensordecieron las imágenes, los rostros, las lágrimas, los derrumbes, los rescates y esos niños, sí, los que se quedaron atrapados. Y qué decir de los que no han vuelto y tampoco los han encontrado, de aquellos que no queda más que el recuerdo, de aquellos a los que ya no les hace gracia La Huesuda o La Parca.
México lindo y querido, si muero lejos de ti…
Hoy resuenan en los hogares las voces de grandes como la española más mexicana, Rocío Durcal, con su ‘Amor Eterno’. En Garibaldi nadie se atreve a cantar ‘Las Golondrinas’ o ‘La cruz de olvido’. Nadie ha pensado en las calaveras ni en los altares, es muy pronto, aún no cierra, aún sangra, aún no pasa.
Que digan que estoy dormido y que me traigan a ti…
Hoy no hay acordes ni folklor. Nadie tararea… solo el zumbido ese, de la dichosa y mentada alarma. Hoy hay silencio, sollozos, murmullos y desolación. Hoy se sufre, pero México no se raja.
Canta y no llores…
Fuerza, México.
Foto: Estefania Quartino