Niños migrantes: Un clamor por compasión

 

ARIZONA – Conocí a Fermina en 2010, al calor de la ley antiinmigrante SB1070. La guatemalteca lloraba desconsolada de culpa al saber que su hijo Nelson había cruzado la frontera por la vía ilegal, atravesando el devorador Desierto de Sonora, todo por volver a verla. Oró por él todas las noches por tres años; rezó también por ella, para que no se muriera la esperanza de encontrarlo con vida y que las lágrimas enjugaran la maldita culpa de haberlo obligado a desaparecer por un sueño que ni era suyo. “Si me hubiera traído a mijo conmigo”, pensaba.

Cuestionó a Dios, día tras día, hasta que respondió a sus plegarias; en un área remota en el desierto por Arizona encontraron los restos del adolescente guatemalteco. El calendario marcaba el 2013.

Fermina se convirtió para mí en el rostro de la separación de familias, la factura que se paga en un intento por escapar de la miseria. Cuando en el 2014 se reportó la ola de niños menores cruzando la frontera sin sus padres, me acordé de ella y su Nelson. Ahora que más de 2 mil niños han sido “enjaulados” víctimas del sistema, vuelvo a pensar en ella y sus miedos. Fermina y los 67 niños que a diario son separados por sus padres en la frontera de México y Estados Unidos son los testimonios de que la pesadilla americana también existe y tiene fecha de nacimiento, nacionalidad y raza.

La política de “cero tolerancia” en seguridad fronteriza que ha implementado la administración Trump no cambia las leyes de inmigración, sino que obliga a los agentes a interpretarla de una manera distinta; les guste o no. Y esa interpretación fue la que dio lugar a esos almacenes convertidos en “perreras” en donde se detienen a los menores, en espera de ser procesados en los Estados Unidos. Esa misma interpretación fue la que dio cabida a que los padres fueran deportados y los hijos puestos en albergues u hogares de crianza temporal, sin un camino rápido ni fácil a la reunificación. Es decir, con las prisas para cumplir las órdenes del ejecutivo, no se estableció ni cómo, ni dónde ni por cuánto. Así, esos miles de niños hoy en custodia del gobierno quién sabe cuándo volverán a ver a sus padres. La vía legal es en esos casos el camino más largo.

Pero la separación familiar en la frontera no es una novedad. Cada año, cientos de menores son separados por sus padres al cruzar. En la crisis de 2014, se criticó a los padres por mandarlos solos; en el 2018, se les condena por venir con ellos. En cualquier caso, hay una ruptura del núcleo familiar de la que en parte somos todos responsables; la culpa no la tiene un solo gobierno.

Así que no hay que aplaudir a órdenes ejecutivas como la firmada esta semana por el presidente Trump para evitar la separación familiar, por que en realidad es poner una curita por una herida autoinflingida por el sistema. El problema no está solucionado. Hay niños que siguen llorando, “enjaulados” o carcomidos por la tristeza lejos de casa.

Es bueno que esos gritos desesperados de los niños suplicando por sus padres le den la vuelta al mundo para mostrar una realidad que sigue ocurriendo día con día en nuestra sociedad. Era necesario que las crudas imágenes de los pequeños cubiertos con papel aluminio adentro de un centro de detención nos obligaran a ver de frente la herida que sangra día con día. Es imperativo que no se nos olvide ese dolor que sufren los niños migrantes y refugiados que pagan por vivir el sueño ajeno, aquí, en México, Europa y el mundo.

Ya abrimos los ojos, por favor, no los volvamos a cerrar ni desviemos la mirada.