Morir en vida y arrastrar a los suyos al abismo es el mayor peligro de cruzar en busca de un sueño
ARIZONA – Han salido al menos ocho en Arizona. Todas pagan una fianza de entre $10,000 y $25,000 mil dólares que nunca tuvieron, que les donaron; ese dinero llegó a ellas a través de organizaciones y personas que hicieron intensas jornadas telefónicas y campañas cibernéticas de recaudación. Los donadores son en su mayoría estadounidenses a los que les duele el corazón, los que quieren limpiar las culpas de una administración que separa familias y que al donar demuestran sus posturas políticas y le plantan cara a su presidente. Así vuelven a la libertad las madres invisibles.
Están fuera, pero nunca volverán a ser libres. Están marcadas por el dolor, la impotencia y el agradecimiento. Ya están cerca de o con sus hijos. Esas son las mujeres migrantes que hace un par de meses eran los titulares en las noticias y hoy, con el siempre devastador paso del tiempo, son para muchos meras estadísticas. Están ahí con sus lágrimas y remordimientos, tan presentes y tan confundibles, con un amor tan descarado y con un pasado que las expone, pero, irónicamente, siguen siendo invisibles.
Sus hijos las ven y, si tienen suerte, las reconocen. Algunas están tan cambiadas que es difícil reencontrarlas en su mirada. A veces no son ellas, sino sus niños. Los pequeños han sufrido un trauma tan severo que no pueden ni quieren verlas a los ojos, desnudar sus emociones y revivir los recuerdos que les duelen y aún no entienden. Hay unas a las que la separación física le costó la irreconciliable separación emocional de los suyos; no olvidan, no perdonan, no saben cómo volver a empezar o si quieren hacerlo. Nada volverá a hacer igual. Con la liberación y la reunificación no se ha terminado el calvario; se acelera la montaña rusa de culpas, heridas y perdones que no parecen tener fin. ¿Hasta cuándo? ¡Quién sabe!
Esto es lo más peligroso de cruzar por lo chueco a los Estados Unidos. Esto. Morir en vida y arrastrar a los que se quiere al abismo. Esto es lo que pocos cuentan. Se hablan de los cuerpos en el desierto o arrasados por el río, pero no hablan de los que pierden el alma en el camino. En la frontera también se deshidratan ilusiones y las familias se quedan en los huesos; en el muro también se mueren sueños; el desierto arrebata inocencias y obliga a sobrevivir a costa de todo, incluso de uno mismo. En el cruce uno se convierte en su propio verdugo y traficante de miedos.
Esas madres lo saben ahora. Quizá si se los hubieran dicho no hubieran creído. El precio más alto no es pagarle a un “coyote”, sino perderse a uno mismo… y a ellos. Pero prefieren eso a quedarse a esperar la muerte en sus pueblos. Saben que en cualquier lado hay demonios y escogen que las abrase el de lo incierto, para que no las maten los narcos, las viole una sociedad cómplice o las sentencie la pobreza. En cualquier lugar algo hubiera muerto y escogieron morir de este lado, quizá acá sí puedan levantarse de las cenizas y volver a empezar. Quizá.