Niños migrantes que son abusados en los albergues y callan para no cargar con otra etiqueta a parte de la de “ilegales”.
ARIZONA – “Me tocó”, “me besó”, “me acarició la entrepierna”, “se restregó en mis pechos”… “me violó”. Estas son las declaraciones de decenas de niños migrantes que por años han sufrido abusos en los centros a los que el gobierno de Estados Unidos los ha mandado. No son refugios, no; para esos menores, los albergues son en el mismito infierno. Nada los salva… ni la confesión.
“Dame más detalles”, le piden las autoridades y ellos se vuelven a sentir violados. Para un niño describir cómo las manos de un cuidador le frotaban las piernas -o algo más- es intimidante. En sus hogares no se habla de eso, ¡jamás!, y ellos fueron criados para ser muy machos. Reconocer que fueron abusados es admitir que fallaron, aunque no haya sido su culpa, a pesar de que fueron obligados. Para las niñas es devastador. Muchas de ellas cargan con la culpa impuesta por la cultura y la religión; están educadas para ser sumisas, para callar, para aguantar lo que Dios les mande, aunque no entienden porqué no hizo nada para detenerlos. El silencio y la indiferencia de su Dios les duele, pero ya solo les queda la fe, ¿en qué?, ni ellas mismas saben en qué creer.
Esos niños que sufren el trauma de la separación familiar casi desde el vientre no solo son maltratados por los empleados de los albergues temporales; también se abusan entre ellos. No saben cómo reaccionar a la conmoción y en el caos encuentran el valor para convertirse en los verdugos de un círculo vicioso que los mata en vida. Quizá eso pasó hace poco en Arizona, cuando una niña de 6 años denunció haber sido abusada por otro menor y, según los reportes, fue ella la que a su corta edad tuvo que firmar para comprometerse a quedarse lejos de su abusador. Ella que quizá ni sabe escribir, ya sabe lo que duele perder la inocencia… lo poco que quedaba de ella.
Muchos de esos niños que vinieron solos en el 2014 se han envejecido en el sistema y se han “amañado” a causa de los traumas. Otros apenas están descubriendo la pesadilla que encierra el sueño americano de sus padres, con los que apenas llegaron y fueron separados en la frontera. Unos cuantos (quizá muy pocos) se han atrevido a denunciar y han quedado en evidencia. Otros han logrado que los abusadores sean “separados del cargo”, aunque mucho después de que los hayan reportado.
Tan solo en Arizona, en las últimas semanas se han investigado dos casos de abusos contra menores migrantes; en uno de ellos, los crímenes comenzaron desde el 2015 a la par de la complicidad de los involucrados. Uno de los sospechosos es VIH positivo; el otro, lo que algunos llaman ya un depredador. Ambos aún sin juicio ni sentencia. Y sus víctimas en la frágil protección del anonimato y el dolor.
Por eso, los niños prefieren evitar la vergüenza callando. Piensan que si no lo cuentan no existe. Ya suficiente tienen con ser marcados como los indeseables, los migrantes, los criminales o los pobrecitos, para cargar con la etiqueta de abusados. Saben que otros lo han contado y no les han creído. Han sabido de cómo los menores maltratados se convierten ante la sociedad en los mentirosos, porque son los huérfanos del sistema y la tapadera de la cloaca que hay en el gran negocio de los centros de detención. Lo peor es cuando les dicen que se lo merecían, por venir así, tan descarados, tan sin papeles, tan de “ilegales”. Doble culpa, doble pena, doble vergüenza.