Uno pocas veces sabe cuándo será la última vez.
Siempre estamos pendientes de las primeras, pero vivimos inconscientes de las últimas: Las primeras patadas en el vientre, los primeros pasos, la primera palabra, el primer día de escuela, el primer novio, el primer beso, la primera vez, la primera graduación, el primer auto, la primera casa, la primera muerte, el primer matrimonio, el primer divorcio, el primer trabajo… las primeras quedan marcadas; a las últimas las vamos olvidando, sin saberlo, quizá con añoranza o tal vez con indiferencia.
En eso es en lo que piensa Dunia Juárez Hernández dentro de un centro de detención en los Estados Unidos, a una semana de haberse entregado a las autoridades en busca de un asilo. La hondureña de 20 años salió del albergue en Piedras Negras con la esperanza de no volver y ese anhelo le quitó el recuerdo de la última vez en ese lugar, con unos extraños que se convirtieron en suyos. El 8 de agosto cruzó al otro lado y quedó en custodia de los federales norteamericanos.
Ahora, en el encierro forzado, la mujer abraza a su hijo de 4 años y se soba el vientre imaginando al que viene en camino. No pensó que cuando dejó Honduras sería la última vez que vería a los suyos, la última vez que pasaría una noche a solas con su marido, la última vez que su niño dormiría sin miedo, la última vez que la protegería la inocencia de desconocer el mundo, la última vez que se valdría sola sin vivir de la misericordia, la última vez de ser Dunia, la mujercita, la última vez que tendría sexo y la última vez de imaginarse cómo sería vivir del lado americano.
Ahora está descubriendo la primera vez de sentir cerca la posibilidad de que su niño nazca en el Norte y se lo arranquen por falta de papeles, la primera vez de descubrir el miedo de ser separada de su pequeño Marlon por estar aquí indocumentados, la primera vez de temer que su enamorado se dé a la fuga para nunca volver, la primera vez de depender de ayudas y limosnas para no morirse de hambre, la primera vez en que la esperanza se parece mucho más al desconsuelo… la primera vez que valora la necesidad de un abogado.
La familia centroamericana se ha convertido en una estadística de los inmigrantes indocumentados en Estados Unidos que no tienen un representante legal que los acompañe a corte, que los asesore o si quiera les dé luz sobre su caso. El asilo quizá nunca llegue, y no porque no tengan un caso, sino que no hay nadie que lo presente.
De acuerdo a un estudio de la Facultad de Leyes de la Universidad de Pensilvania, los migrantes tienen más posibilidades de obtener un beneficio migratorio si tienen un abogado, casi el doble de hecho; los que no, terminan deportados o lejos de los suyos. Algunos padres que separados de sus hijos en la frontera bajo la política de cero tolerancia de la administración Trump firmaron papeles sin saber qué decían; unos cuantos cedieron la custodia, otros renunciaron a sus derechos y muchos más aceptaron una deportación expedita con la mera promesa verbal de volver a estar con los suyos. El no hablar inglés y no haber terminado ni la primaria les está costando la oportunidad de una vida mejor; el ser pobres y no poder costear a un buen abogado de inmigración, les podría costar su propia versión del sueño americano.
Por eso Dunia reza porque a ese centro llegue algún abogado voluntario que la escuche y la ayude… pero mientras no le queda más que acordarse de las primeras veces, porque de las últimas parece estar perdiendo la cuenta.