Mi papá se murió en diciembre; le dio un infarto fulminante el día 7, pero de 1985. Recuerdo que hacía frío; en el televisor estaba “Bambi” y en la cocina una niña de tres años pidiéndole un biberón a un hombre que no dejaba de sobarse el brazo. Le estaba fallando el corazón. Después todo está borroso. Las nochebuenas se cambiaron por coronas de muertos y el color de la Navidad se convirtió en un negro que parecía ser eterno.
Pasamos la víspera de la Navidad entre rosarios y misas gregorianas. Papá no volvía y mamá se escondía en el clóset a llorar cuando le preguntábamos por él; el tremendo Richie se fue a los 35 años y ella se convirtió en viuda apenas a los veintitantos.
Quizá ese año le escribimos la carta a Santa Claus en la casa de alguna tía mientras mi mamá arreglaba los últimos detalles del funeral: el traje, la guitarra, las flores y la foto. Los ojos la delataban; las ojeras contrastaban con su piel trigueña y el brillo se había convertido en reflejo de las lágrimas. Envejeció de dolor y disimulo. Nosotros como si nada, bueno yo; a mi hermano fue más difícil aceptar que alguien se puede convertir en estrella así porque así, incluso cuando le había prometido la máscara del Hombre Araña para Navidad. La fecha llegó, pero él no… tampoco el superhéroe.
Este año van a ser 33 navidades de aquella que -me cuentan- fue tan triste. A los 3 años uno no logra entender la magnitud del duelo y qué tan profundo puede echar raíces. A nosotros intentaron llenarnos la ausencia con regalos y abrazos, nunca nos faltó amor; nos rebosó. La muerte de mi padre se convirtió en un imán para las caricias y las miradas compasivas.
El tata se impuso como la figura paterna que había desaparecido en un instante y los tíos se peleaban para ocupar un lugar que en realidad no estaba vacío. Papá no se ha ido nunca, mamá nos lo sembró en el corazón… y creció a pesar de la ausencia física. Ahora nos hablamos de noche y en sueños, nos abrazamos en recuerdos y canciones; lo revivimos en gestos e hijos que son su imagen en miniatura; a él lo vivimos en los milagros diarios. Ahí está, también en Navidad.
Desde aquella Navidad, no nos hemos separado. Somos una familia pequeña que se ha ido multiplicando con generaciones y amistades que se congregan en Nochebuena a convivir y recordar. Los villancicos nos atarantan a todos desde que se cocina el pavo y se hornean las galletas de nuez y sigue hasta los regalos y la llegada de Santa. Por dos días, el corazón vuelve a casa y nuestra casa está en donde estamos juntos, a veces Phoenix, a veces Tucson y, si tenemos suerte, Magdalena de Kino. Esa es la mejor tradición que nos pudo haber dejado su partida.
En las fiestas nadie llora en voz alta ni con lágrimas. Hemos aprendido a transformar el dolor en sonrisas y en una complicidad familiar que se traduce en caricias bruscas y chistes inapropiados. Mi hermano se pone una ridícula corbata navideña con luces y villancicos desentonados; mi mamá se viste -por lo general- de rojo y combina –sin querer- con ese pavo mexicano con achiote, receta de mi suegro, que aprendió a hacer cuando me casé… y yo, bueno, confieso que tengo una afición por las calcetas navideñas. Todos tenemos nuestra pequeña tradición que se ha ido contagiado a los nuestros, los que escogimos y los que tuvimos, incluso a los más pequeños.
En Nochebuena nos abrazamos y nos desvelamos; el 25 madrugamos a vivir la magia de la inocencia. Hemos aprendido a disfrutar esas pequeñas cosas; sabemos que en cualquier instante nosotros también nos podemos convertir en estrellas, así porque sí.
Y en medio del caos navideño, he visto a mi mamá voltear al cielo. Me la imagino diciéndole a mi papá que nos parecemos tanto a él, justificando que lo escandalosos, querendones e irremediablemente felices nos lo dejó en la sangre. Ella es tan prudente y nosotros tan… nosotros. Después me gusta pensar que él la abraza a través de los bracitos de nuestros hijos para decirle que es ella la que lo ha hecho bien. Al fin y al cabo, como dicen en mi pueblo, “nos logramos”.
Quizá mi papá se adelantó tan cerca de Navidad para demostrarnos que los finales también pueden ser bonitos y que la luz se cuela incluso en las emociones más oscuras como la resignación y el duelo. Y ese es el regalo que nos da cada año: El amor, la familia y la bendita magia de estar juntos a pesar de la ausencia. Hemos pasado 33 años de caricias y arrullos en la oscuridad, burlándonos de la muerte, el tiempo y el espacio, creando memorias que desafían cualquier lógica y religión.