Lo conocí en su camioneta roja. Llegó cinco horas tarde a nuestra primera cita laboral. No estaba apenado ni hubo una disculpa. Así era él, acostumbrado a no tener noción del tiempo. Lo que no sabía es que su demora era directamente proporcional a mi perseverancia. No me moví del supermercado hasta que llegó. Se sorprendió cuando vio mi mirada de reproche. Lo reté y creo que le gustó mi mirada sincera y descarada. Nunca he podido silenciar a mis ojos. Estaba molesta y tenía frío, y lo notó. Era una entrevista de trabajo; él tenía el sartén por el mango y yo la necesidad tatuada en el rostro. Vio el crisol de emociones que me atravesaban la piel y quiso conciliar.
-Vamos por una gallina – dijo.
Y nos sentamos adentro de un Church’s Chicken a hablar como si nos conociéramos de otra vida y solo nos estuviéramos reencontrando. Yo llevaba un maletín con mi currículo, periódicos y artículos publicados; de los nervios creo que traía hasta el acta de nacimiento y la cartilla de vacunación de Rocco. De verdad quería ese trabajo, pero no dejaría que las ganas me traicionaran.
No quiso ver nada.
-La espero el lunes a las 8:00 en el taller- dijo.
Yo no pude controlar la adrenalina vaquetona que me erizaba la piel y lo abracé así como abrazamos en Sonora: con todas las fuerzas y descaro, pero, eso sí, con mucho respeto. Y desde entonces se convirtió en un maestro de las artes no escritas del periodismo.
Era enero de 2009.
De su mano aprendí quién era quién y dónde estaba todo en Phoenix. Fuimos madurando juntos, él con sus habilidades editoriales y yo echando raíces en una comunidad que era suya y me estaba prestando. Así se nos fueron los años. Compartíamos hasta el cumpleaños: él huía de las celebraciones y yo le llevaba la fiesta a su escritorio.
Llegamos a conocernos tan bien que sabíamos qué ordenaríamos en los restaurantes que frecuentábamos en las citas de trabajo y terminábamos nuestras frases cuando estábamos en una entrevista. Nos veíamos y no había necesidad de hablar. Sabía quiénes eran sus comadres, lo que cocinaba su mamá, lo que le dolía, cuándo serían sus citas con el doctor y lo mucho que adoraba a su Génesis, a quien vi crecer hasta convertirse en una jovencita a imagen y semejanza de él.
Le gustaban mucho las coyotas y siempre las quemaba; se fascinaba con los chiles toreados y tenía una secreta debilidad por la comida china. Pero lo suyo, lo suyo, eran los burritos de media noche, con doble salsa y pico de gallo.
Tenía una predilección por la música regional mexicana y, cuando creía que nadie lo veía, cantaba a todo pulmón; debo confesar que lo sorprendí un par de veces y no cantaba mal las rancheras. El rock no era lo suyo, sentía que se exorcizaba cuando llegaba a la redacción y nos sorprendía escuchándolo. Siempre fue muy contradictorio.
Él se convirtió en parte de mi vida y yo en su cómplice laboral. Me aprendí sus chistes y anécdotas ajenas que ya en la memoria había hecho suyas, ¡y de verdad me hacía reír cada vez que las contaba!
También podía crisparme los nervios. Tenía algunas manías que nunca pudo cambiar; ahora entiendo que eran su caparazón ante los recuerdos y la soledad. Si no hubiera sabido antes, lo hubiera abrazado más y más fuerte. Si hubiera…
Solo lo vi llorar una vez.
El día que renuncié a Prensa Hispana se le hizo un nudo en la garganta que se le fugó por los ojos. Sabía que era mi momento de abrir las alas, pero le dolía mucho que lo hiciera. Hasta bromeó diciendo que me quería heredar el periódico, que no me fuera, y yo jugaba diciéndole que todavía tenía chance, que no me moría. Esa era su forma arisca de decirme que me quería y me iba a extrañar.
Me regaló la cámara.
-Para que le tome muchas fotos a sus niños – dijo.
Y lo he hecho. Con cada clic me acuerdo de él.
Hablábamos de vez en cuando; siempre le dije “jefe”. Prometíamos que iríamos al Guadalajara a comer, como en los viejos tiempos, y me decía que me quería hacer un artículo “grande y bien hecho”, porque estaba muy orgulloso de mí. Yo solo le respondía que tenía el corazón pesado de agradecimiento.
La última vez que hablamos me dijo que quería que volviera a Prensa Hispana y le dije que platicaríamos después, que no se preocupara por eso ahora, que no era momento de hablar de trabajo, que era nuestro cumpleaños. No pude ir a su fiesta y le llamé para disculparme. Ahora me puede mucho no haber estado ahí para avergonzarlo con mis discursos melosos y sus secretos públicos que nos hacían reír.
Ya no lo volví a ver, aunque lo intenté muchas veces. Quizá si le hablaba, tal vez si le hacía una broma o le llevaba una coyota, despertaría… nada. Se me fue, se nos fue, se les fue. Pensamos, como siempre, que habría tiempo. No hubo.
Ahora solo nos queda abrazarnos con sus recuerdos.
Gracias a don Manny, mi pluma se desempolvó en Prensa Hispana; las ideas enmarañadas en mi cabeza comenzaron a tejer historias y mis dedos se marcaron en las teclas de mi ordenador. Ahora lo entiendo todo. Fui una tonta. Yo pensé que estaba contando otras vidas, cuando en realidad él estaba escribiendo mi historia. Yo pensé que me estaba adueñando de sus palabras, sus recuerdos, sus esperanzas, sueños…pero en realidad él se estaba apoderando de mi corazón. Aprendí a ver la vida a través de sus ojos azules, sus dolores, su necesidad, su lucha constante, sus miedos… y sus esperanzas.
Me lo imagino ahora diciéndome que el artículo está muy largo, que le corte a la mitad y que haga la foto más grande. Me lo imagino desesperado por verme revisar y volver a revisar la ortografía. Me lo imagino indignado porque estoy hablando de él. Me lo imagino haciendo berrinche como niño porque seguramente le faltará color a la página y le aburren las esquelas. Me lo imagino impaciente porque estoy llorando cuando escribo y él no puede hacer nada para calmar mis lágrimas. Me lo imagino rezongando por fuera, pero derretido de amor por dentro. Así era, así nos entendíamos, así nos queríamos.
Descanse en paz, jefe.